definición de la Rae

Desacato. (De desacatar). 1.m. Falta del debido respeto a los superiores. 2.m. Irreverencia para con las cosas sagradas.
La literatura o es desacato o no es nada (creo)

lunes, 11 de noviembre de 2013

Chirbex 35

Para calibrar el alcance de la última novela de Rafael Chirbes, En la orilla (Anagrama 2013) habría quizá que compararla con aquella otra que publicara en 1996, La larga Marcha, recordada entre otras cosas por la haber sido fulminada sin miramientos por Ignacio Echeverría y defendida, también sin miramientos, y de manera emocionante, por un Muñoz Molina de otro época. Aquella admirable novela del 96 mostraba una mirada más compasiva que inclemente (al contrario que esta de ahora), una mirada que, como señalaba, Muñoz Molina, poseía de sobra "el arte para contar las vidas y los sentimientos de los trabajadrores" y "una percepcion de las formas más escondidas de ternura" que juntaba delicadeza y compasión. Se abría aquella  novela  con un nacimiento esperanzador en el seno de una humilde familia. La de ahora comienza, sin embargo, con el hallazgo de una cadáver en un cañaveral, un cadáver que los perros despedazan. La larga marcha estaba contada desde un narrador omnisciente, casi decimonónico, que ordenaba el discurso narrativo desde la certidumbre, o la esperanza, de que el mundo fuese finalmente ordenable, codificable, comprensible. En la orilla tenemos, por su parte, monólogos sordos, centros de conciencia que básicamente aullan lo incomprensible, lo fragmentario, los despezadado, como los restos de ese cadáver que los perros esparcen en el muladar en que se ha convertido la laguna a la que alude quizá el título, otrora paraíso de la infancia del principal protagonista y ahora vertedero ilegal y hasta cementerio. Este es ahora el mundo, así debe expresarse, parece decirnos Chirbes desde un desencato que él mismo ha calificado de apocalíptico. Un mundo donde la lucha colectiva de los militantes antifranquistas de La larga marcha ha dado lugar a voces inconexas, heridas, a cuerpos que se saquean sin tregua, a una laguna hermosa convertida en vertedero de  escombros personales y colectivos, como metáfora siniestra de la España de la burbuja y el saqueo. Ese ha sido nuestro destino, lo que hemos creado, porque, si en La larga marcha el enemigo aparecía definido, coherente -el franquismo-, ahora no es así, ya no es tan fácil, el enemigo está en casa, en cada uno de nosotros, en esa parte de nosotros que hemos entregado sin lucha a los brillos del capitalismo, a la comodidad, a la irreflexión o a la irresponsabilidad. Crítica ésta de la que ni el propio autor pretende escaquearse, pues buena parte de su vida profesional aparece zaherida a cuenta de uno de sus personajes, Francisco, quien ha profesado el periodismo gastronómico en una revista tan elitista como banal, exactamente igual que el propio Chirbes.
Las otras novelas de Chirbes, las que separan las dos que aquí nos ocupan, dan cuenta de ese corte amargo entre ambas, ese corte que expresa la traición de toda una generación a los valores de democracia y justicia que un día los sostuviera frente a Franco, es decir,  una crónica de algo parecido a la Transición, de la que Chirbes se erige como uno de sus más conspicuos críticos, el más acerbo, quizá. Si hemos transigido con los valores del enemigo, nos hemos convertido en el enemigo. Cuando uno se ha convertido en el enemigo de sí mismo  ¿qué queda?. La novela de Chirbes se resuelve con un suicidio. Pero es el suicidio de un anciano amargado (¿aquel bebé de La larga marcha, muchos años después?). Y sin embargo, cada nueva generación tiene derecho a luchar de nuevo, a vivir de nuevo, a reiventarlo todo. Tiene derecho a fracasar. Lo que no está claro es a qué le llamarían fracasar ahora las nuevas generaciones: ¿a no poder comprarse el último modelo de smartphone? ¿el último tablet? Apocalíptico, sí.
   





sábado, 9 de noviembre de 2013

Campos

Escribía Michel Ugarte, hijo de exiliados republicanos, que en el contexto de los años 30 y 40 la palabra campo era siniestramente polisémica. Aludía por un lado a la naturaleza libre, quizás también a la tierra cultivada, a los sembrados, pero al mismo tiempo a lugares de muerte y cautiverio, es decir, a campos de concentración. Hablaba, por supuesto, de Max Aub, y de su inolvidable serie novelesca El laberinto mágico, cada una de cuyas novelas posee un título encabezado siempre por esa palabra: campo. Asi Campo abiertoCampo de los Almendros o Campo francés, siendo esta última la que trata más directamente la temática concentracionaria. Todo un género, sin duda, un género que en Europa occidental tiene autores señeros como el propio Aub o Primo Levy, superviviente de Auswitz e incansable luchador contra todo tipo de barbaries. El mismo Levy, preguntado sobre ese extremo, advertía de las diferencias entre Auswitz y el Gulag estalinista, ambos infernales pero todavía más el primero, en tanto que no buscaba la "reeducación" de los presos, sino su bárbara explotación y su exterminio. Y es precisamente de autores soviéticos de quienes quiero hablar ahora, porque allí el género adopta no sólo la forma de tragedia consumada, sino también de farsa, de la comedia absurda, del esperpento si se quiere, y no sólo por el especial humor eslavo, tan dado al exceso, sino tambien por la triste ironía que acompañó a muchos de los prisioneros que padecieron aquellos infiernos siberianos, con temperaturas de 50º bajo cero, y que consistía en que a esos campos iba a parar los anticomunistas, pero también los comunistas; iban los desertores, pero también los héroes; iban los zaristas, pero también los anarquistas; iban los prisioneros alemanes pero también los soldados rojos que les habían derrotado. Es decir, una locura, una locura estalinista. A bote pronto, se me ocurren varias obras maestras. La última que he leído es de Vladimir Makanin y lleva el título de La letra A, relato de un realismo delirante, ejemplo de cómo el delirio más inaudito puede nacer de la realidad más intransigente. O la inacabable serie de Relatos de Kolima, de Varlam Shalomov, implacable deconstrucción de aquel universo helado. U otras donde los campos no son el tema principal, sino una lejana amenaza, un clima viscoso que se infiltra en el alma de la gente, obras como Los hijos del Arbat de Anatoli Ribakov, o esa obra maestra absoluta, cuya publicación fue prohibida durante décadas, que es Vida y Destino, de Vasili Grossman, escritor y periodista que conoció lo peor de ambos mundos. Sí, él fue el primero en entrar en un campo de exterminio nazi tras la liberación. Su testimonio fue usado como prueba en los juicios de Nuremberg. En uno de ellos había sido asesinada su madre. 
        

martes, 5 de noviembre de 2013

De los sueños de un torturador

En lo que queda del alma de un torturador se agazapa la esperanza, esa llamita torticera que nunca se apaga y que engendra los más desaforados desvaríos. Esa llamita que engendrara el alma del Quijote, de Madame Bovary y de tantos otros personajes de tan ilusorio y frágil linaje. La novedad ahora, en esta novela titulada precisamente Donde dejé mi alma, de un tal Jerome Ferrari, es que esa llamita prende en los jirones del alma de un torturador torturado, brechtiano (porque se ve a sí mismo desde fuera) Sucede en la guerra de Argelia (sí, donde Francia dejó su alma democrática y fraternal), en la que un oficial de información no soporta su condición de carnicero ni siquiera acudiendo a las típicas justificaciones. La detención de uno de los jefes del ELA (ejército de liberación de Argelia), a quien no necesita torturar, le brinda la oportunidad de ser otro, de creerse otro. No ya caballero andante, sino militar honorable, que no tortura, que imagina una guerra limpia en la que se rinden al enemigo preso todo tipo de respetos, cuidados e incluso honores militares. Sí, juega al soldado bueno, a la guerra limpia, a una imagen aceptable de sí mismo. La realidad, sin embargo, como a Don Quijote con sus molinos, le pone en su sitio devolviédole al fango y a la sangre y a los gritos de los prisioneros torturados con sus mismas manos de hombre. Hay otro oficial que narra desde la distancia esa ridícula lucha en la conciencia del torturador, otro de su misma estirpe pero sin complejos, un nihilista que no necesita justificar sus actos porque sabe que todo carece de sentido salvo la autoafirmación. Novela para bucear en nuestros más oscuras alcantarillas, donde la guerra de Argelia es cualquier guerra a punto siempre de perderse, aunque no nos demos cuenta. Absolutamente imprescindible.