La última novela de Rafael Reig (Un árbol caído, Tusquets, 2015) nos vendría a decir que la
escritura de novelas es una especie de fraude que intenta imponer sentido donde
no lo hay, es decir, en la vida. Pero dejándonos llevar por esa misma premisa
de desconfianza hacia la ficción, cabría cuestionarla legítimamente puesto que
aparece en una novela y las novelas, según Reig, no son fiables. Estaríamos
entonces ante esa aporía que acosa siempre a los mentirosos. Si un mentiroso
afirma lo siguiente: “lo que dicen los mentirosos es mentira”, ¿estaríamos ante
la declaración de una mentira o de una verdad? Yo, por mi parte, prefiero desconfiar sólo de las ficciones que
pretenden construir sentidos tranquilizadores, de las ficciones halagadoras, de
las ficciones benignas e invulnerables, esas que nos ponen en paz con nosotros
mismos y con el mundo. Es el tipo de
ficciones que acaba escribiendo, precisamente, uno de los personajes de
la novela, un tal Pablo Poveda, rutilante ganador del premio Planeta. Esas
ficciones ofrecen un sentido falso y su función no es distinta a la de un
partido de fútbol. En ellas, si tu equipo marca un gol, todo cobra sentido. Y esas
ficciones son tan tramposas que tu equipo marca siempre el gol de la victoria. Es decir: pura morfina. Pero no es
el caso de la novela que nos ocupa hoy, como no lo es nunca en las mejoras
ficciones que hemos leído a lo largo de nuestra vida, donde el único sentido
que se desprende es la falta de sentido o, en todo caso, la lucha inútil de los
personajes por construirse uno. Tan es así, que la mejor frase de una novela
llena de frases memorables es aquella en la que Tony, cuestionando la famosa afirmación
de Camus acerca del suicidio como el gran problema de la filosofía, acerca de
si la vida merece la pena de ser vivida o no, construye su propia interrogante
y declara que lo importante es lo siguiente: “¿cómo voy a vivir para que
merezca la pena haber vivido?”. Algo que
nos recuerda este otro aforismo que se escucha a veces por los bares en boca de
filósofos anónimos y probablemente borrachos: “el problema no es si hay vida
después de la muerte, sino si hay vida antes de la muerte”. Y lo que esta novela nos dice, entre otros
muchas cosas, es que no siempre hay vida antes de la muerte, que la renuncia a
los propios sueños es una forma de muerte, que la renuncia a crear un mundo más
justo es una forma de muerte, que el desprecio a los diferentes y raros es una
forma de muerte, que estar siempre pendientes de la foto fija de nuestro ego es
una forma de muerte y, finalmente, que
escribir novelas para intentar ganar el premio planeta es una forma de muerte absoluta;
y que todo ello, por supuesto, carece por completo de sentido. De ahí que el
único personaje de toda la novela que de verdad vive para que la vida merezca
la pena sea precisamente aquel que la sociedad ha decidido excluir por su
aparente anormalidad, por su aparente falta de sentido, es decir, Lou, es
decir, la chica con síndrome de Down. Lo cual nos lleva de nuevo a la paradoja
del principio: expresar la falta de sentido es el sentido mismo de las mejores ficciones
y quizá, también, de las mejores vidas, porque lo demás suele ser un absoluto
fraude y un intento de consuelo destinado probablemente al fracaso.
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