Las Alpujarras forman parte de ese sur mítico
que tanto les gusta a los anglos. Por aquí anduvo Brennan surtiendo de
imaginario a legiones de buscadores de valles perdidos, preferiblemente
orientados al calor del mediodía. Luego vinieron hippies
de todas las europas en busca de Nirvanas posibles y controlables.
Abrieron talleres de artesanía y cenobios budistas. Se quedaron. Ahora
Capileira, el pueblo más emblemático de la comarca, recibe a los
turistas convertido en parque temático de sí mismo. A los gourmets de lo
auténtico les espera Bubión, un poco más abajo, igual de blanco pero
aún más bonito, y sin carteles arruinando el paisaje de unas casas
inolvidables. Nosotros fuimos sobre todo a subir el Mulhacén, otra
montaña mágica. Lo hicimos remontando el barranco de Poqueira, bajo un
sol implacable (mejor sin duda hacerlo con el otoño bien asentando,
cuando los robles y castaños se ponen amarillos y las praderas verdes y
frescas). Arriba, en el refugio, la tasca alpina y otras hierbas
aliviaban ese calor embrutecido. Cena superlativa al amparo de muros de
pizarra. La noche estrellada de fuera nos hizo recordar constelaciones
borradas. La madrugada alivió los siguiente 1000 metros de desnivel, que
aún quedaban hasta la cumbre. En ella una extraña emoción por pisar el
techo de la península con sus 3500 metros asomándose al mar y a la
ciudad de Granada. La cara sur es amable. La norte un paredón que hiela
las venas y que en invierno se llena de vías de nieve tentadoras. De
vuelta a Bubión, 2200 metros por debajo, la cerveza helada certifica un
día casi perfecto.
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