Hay al menos dos tipos de
novelistas. Están los que han encontrado una fórmula de éxito que explotan
sin piedad y sin pausa, autoplagiándose continuamente. Luego están aquellos
otros que en cada novela intentan algo distinto. Este es el caso de Reig en Lo que no está escrito (Tusquets 2012), novela que abandona territorios
familiares y exitosos de libros anteriores (el Madrid inundado, el detective
Carlos Clot, la mezcla de novela negra y ciencia ficción) para adentrarse en
otros inseguros, siguiendo ese viejo axioma que apunta a la necesidad de buscar
nuevas formas narrativas para expresar contenidos nuevos. Esa parece haber sido
la decisión de Reig a la hora de abordar esta novela de tacto áspero, desprovista
de las satisfacciones inmediatas que su peculiar sentido del humor otorgaba a
las anteriores; sin personajes a los que agarrarse, puesto que en esta no hay
ninguno que sea atractivo, ni positivo. Tampoco es una novela que se entregue con la misma facilidad. Más bien es
necesario tantearla poco a poco con destornillador y alicates, y de esa modo
calibrar su valía, sopesar sus posibilidades de interpretación, que son muchas.
Y sí, probablemente, estos son los dos asuntos claves de la novela: su
meticulosa construcción y el tema de la interpretación como eje fundamental.
En primer lugar tenemos no una
novela, sino dos. Una novela dentro de la otra, pero íntimamente ligadas, de
tal modo que la lectura paranoica de la 2ª novela por parte de un personaje de
la 1ª es lo que determina la forma que tenemos de leer el conjunto, lo que
desata en éste un mecanismo de thriller. La interpretación aberrante que este
personaje hace del libro que tiene entre las manos no sólo es el recurso
narrativo fundamental del texto, sino también su clave temática, ya que todo lo
que les ocurre a los personajes se debe a problemas de interpretación. Sí, se
interpretan mal, se leen mal, constantemente ven en los otros lo que no está
escrito, tomando sus vidas uno u otro cariz por la incapacidad de interpretar y
comprender con precisión. El problema, seguro, es la incapacidad de interpretar
objetivamente, obviando las urgencias del yo, quien tiende a proyectar sobre
los otros sus miedos, deseos, expectativas, prejuicios, rencores, etc. Y es que
la interpretación, frente a lo que sostenía Susan Sontag en su celebérrimo
panfleto formalista (Against
interpretation, 1966)) conforma de manera decisiva nuestras vidas.
Quien lee se arriesga mucho, se
arriesga a ser cambiado por aquello que lee, a perder identidad, a convertirse
en alguien distinto. La historia de la literatura está llena de personajes de
ese cariz, los más célebres, sin duda, Don Quijote y Emma Bovary. Pero también
la realidad está llena de personajes de esa naturaleza. Y hasta nuestras
civilizaciones se han conformado sobre la lectura de libros, libros mitológicos,
religiosos, a los que los creyentes consideran sagrados, en cuyos renglones,
afirman, se encuentran la palabra de dios y la verdad. Y están también los
textos filosóficos y jurídicos, que determinan de igual manera nuestra forma de
ver y de estar el mundo. Y, por último, están los textos literarios. Uno no
sale indemne después de leer una gran obra literaria. Uno es influenciado por
la lectura y a partir de ahí ve el mundo con ojos nuevos. Y todo esto no es
sino interpretación (a veces leemos lo que no está escrito, y otras, sin
embargo, interpretamos las cosas al pie de la letra, como esas comunidades protestantes
que interpretan la Biblia literalmente, y viven sus vidas y conforman su mundo
de acuerdo a esa lectura excesiva). Nos pasamos la vida interpretando, mirando
las cosas e interpretándolas. Pero los libros cambian nuestra forma de mirar.
Decía Proust que el verdadero escritor es como un oculista, y que al concluir
un tratamiento, que puede ser doloroso, a veces, le dice al paciente: ahora
mire, y el paciente ve repentinamente con claridad.
La cuestión es si nuestros ojos
están enfermos, tanto que nos impidan ver el mundo objetivamente. Si están tan
enfermos que no nos dejen ver lo que está “ahí”, sino lo que nuestra “enfermedad”
nos incita a entrever. Esto es lo que creo que les pasa a los personajes de
esta novela. Están enfermos, sobre todo, de una dolencia que se cura
precisamente leyendo, leyendo con generosidad: la enfermedad del yo, del
egocentrismo, del egoísmo, de la obsesión del yo. El que lee ha de hacerlo con
la condición de estar dispuesto a ser cambiado por aquello que lee, a modificar
su mirada, a sanar sus ojos. Leer
ficciones es ejercitarse en la empatía y, por tanto, aprender a mirar a través
de otros ojos, desde otros lugares, con otras perspectivas. Einstein decía que
la mente que se abre a una nueva idea nunca volverá a su tamaño original. Es
decir, se habrá ensanchado, habrá crecido. Lo mismo pasa con la mirada, con la
lectura. Los ojos que de repente ven bien, no quieren volver a ser miopes. La
persona que ensancha su mundo gracias a otros ojos, no querrá volver a la
estrechez de su perspectiva. Leer, pese a que parece una actividad solitaria,
ensimismada, es en realidad un constante esfuerzo colectivo por interpretar las
cosas correctamente.
Todo escritor aspira a escribir
lo que no está escrito, lo que no ha sido contado antes, lo que nadie había visto antes, lo que a lo mejor
había pasado desapercibido. A mí esta novela de Rafael Reig me ha hecho
comprender que la interpretación de la realidad, y de los textos literarios, y
de otros textos, es uno de los actos decisivos de nuestras vidas. Y que, por
tanto, tenemos que poner en él el máximo cuidado, el máximo respeto y la máxima
generosidad. Y que sólo así podremos conocer lo que nos pasa, a nosotros y a otros,
conocer lo que pasa a nuestro alrededor. Y de ese modo actuar. Y puedo decir
que, después de leer esta novela, me ha pasado lo que a Proust con su oculista:
que veo mejor, y que sé que las novelas definitivamente imprescindibles son las
novelas oculistas.
Ojalá algunas novelas fuesen capaces de cambiarnos, si no la identidad, sí la manera de ver y de hacer.
ResponderEliminarMe apunto a tu blog.